«Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte»

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(…) Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte…

«Extracción de la piedra de locura» (1964).

Avellaneda. Esa fue la ciudad del Gran Buenos Aires que vio nacer, hace hoy casi 84 años, a la poetisa y traductora Flora Alejandra Pizarnik, una de las voces más inspiradoras de la literatura hispanoparlante y universal. Una de esas voces ineludibles —¿e inaudibles?— cuyo rescate y reconocimiento es siempre poco en comparación con la vastedad y hondura de su personalidad poética, lacerante, arrolladora, penetrante y genial. Hablar de Pizarnik es hablar de una voz poética herida de muerte desde sus comienzos. Un sencillo homenaje a su persona poética (y humana) es lo que me trae de nuevo a este blog. Haré un recorrido muy especial por los pensamientos, emociones, ideas y sentimientos de la autora desde sus primeros poemarios, como La tierra más lejana (1955), hasta El infierno musical (1972), utilizando para ello la preciosa edición de Lumen a cargo de Ana Becciú. Si me permiten la osadía, hablaré en primera persona por la poetisa, parafraseándola y tratando de condensar lo que, a mi juicio, encarna lo más elevado de la autora. (Para quien esté interesado en conocer los títulos de algunos de sus poemas más destacados, estos aparecerán entre paréntesis.) Como creo que el lector sabrá hallar los motivos fundamentales de la poesía pizarnikiana, este breve trayecto estará alejado de erudiciones críticas.

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No querer traer sin caos portátiles vocablos («Días contra el sueño»). Empecemos por ahí. Palabras fáciles de mover. O no siempre. Hasta que el tiempo estrangule mi estrella («Reminiscencias»). Hasta que la lluvia se contonee en su desnudez repulsiva («Nemo»). Ese sino implacable que siempre está ahí para recordarnos esos viles ataúdes que esgrime el fracaso («Reminiscencias quirománticas»). ¿Vivir es ya empezar a fracasar? No lo sé. Solo quisiera ser masa lingüística («Ajedrez») para fundirme con los significantes y significados. ¡Ser signo lingüístico sin dejar de ser persona! Eso quiero ser. ¿Qué soy? Si acaso vacío bien pensado («Yo soy…») en esta noche angustiosa llena de dualismos («Cielo»). Estar escindida es tener el alma rota, despegada del cuerpo. Ambos sabemos que nadie pudor huir aún de su territorio anímico («Sólo un amor»). Sin embargo, no, hoy no; hoy no quiero hablar de la muerte ni de sus extrañas manos («La de los ojos abiertos»). ¡Ay, la muerte…! ¡Ay, la vida…! Todo tiene que ver con esta lúgubre manía de vivir («La enamorada»), con este mundo demacrado, con candado pero sin llaves, con pavor pero sin lágrimas («Cenizas»). Miro al cielo y ¿qué veo? Un cielo con el color de la infancia muerta («La danza inmóvil»). Intento hablar, pero hace tanta soledad que las palabras se suicidan («Hija del viento»). Las palabras, ¿para qué sirven? Porque, al fin y al cabo, ¿qué haré con el miedo? («El despertar»). Me preguntan, me pregunto, si hay vida. Y claro que la hay, esto es la vida: clavarse las uñas en el pecho, arrancarse la cabellera a puñados, escupirse a los propios ojos («Mucho más allá»). ¿No oléis el miedo a no saber nombrar lo que no existe? Es verdad. No es verdad. Vendrá. No vendrá. Ah, pero ¿qué fue de la escisión de nuestro ser? Yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada, que desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. Algún día, sin molestar, me iré sin quedarme, me iré como quien se va. ¡Ya lo verán! («Árbol de diana»). Mientras tanto, aquí estaré, acompañando a la soledad, haciendo que no esté sola, con la muerte siempre al lado, con mi arpa de silencio en donde anida el miedo, en la sed de siempre («Los trabajos y las noches»). Solo quiero que me ayudes haciendo que no tenga que pedir ayuda («Figuras y silencios»). Esa es la tragedia, queremos pedir sin tener que pedir. Búsqueda permanente. Eso es vivir: retornar en busca del antiguo buscar («Como agua sobre una piedra»). Solo busco exorcizar mis fantasmas; ese es mi oficio verdadero. Mi sino es soñar sueños sin alternativas. La nada («Extracción de la piedra de locura»). Por las noches dormís; yo escucho el llamamiento de la muerte («El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos»). Tengo miedo, sí. Por eso escribo contra él («Ojos primitivos»). No sé si el libro de mi vida tiene ya escritos todos sus capítulos. Lo que sí sé es que al final la muerte y el cadáver contraen nupcias («Capítulos principales»). Dualismo, de nuevo. Mis noches, las noches, brotan de la vida, emergen de la muerte. Vida y muerte son cuerpo y alma, ensamblados pero no escindidos («La noche, el poema»). Sí, vale, ya sé que estoy parafraseándote. Sí, de acuerdo, ya sé que me columpio en ti para expresar lo que siento. ¿Sabes lo que pasa? Que ni alma, ni mente, ni espíritu se ven. ¡Eso pasa! ¿Sabes lo que pasa? ¡Que ninguna palabra es visible! ¿Conspiración de invisibilidades? («En esta noche, en este mundo»). No. ¿Sabes lo que pasa en realidad? Que nunca encontré un alma gemela («Recuerdos de la pequeña casa del canto»). ¿Gemelos o siameses? Porque a veces pienso que estamos condenados a estar pegados a la vida, a la muerte… o a sus heraldos negros. ¿Recuerdan que ya pedí ayuda? Pues afortunadamente nadie ha acudido a mi llamada. ¿Hay algo más peligroso que recibir ayuda cuando se necesita ayuda? («La mesa verde»). Sí, que lo hagas siendo una criatura en plegaria. ¡Claridad, claridad, quiero claridad! ¡Contra la opacidad…!

Contra la opacidad. Estos fueron algunos de los últimos versos del postrer poema de Pizarnik, escrito, como nos recuerda Becciú, con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo. Momentos después, la argentina universal puso fin a su vida. Contaba solo 36 años. Sin embargo, esta gigante de la poesía nos legó su vida, contenida en cientos de versos, que hoy un servidor ha decidido resucitar en honor a su memoria. No muere quien muere, sino quien deja de vivir para los demás. ¡Alejandra Pizarnik ha muerto, viva Alejandra Pizarnik!

 

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