No todo está escrito. El genio de Borges en «La biblioteca de Babel»

La Biblioteca de Babel | Trasdós

Si tuviera que elegir a un escritor de entre mis preferidos para llevármelos a una isla desierta, hoy por hoy ese escritor sería Borges. (Tranquilos, uso escritor como metonimia; no pensaba llevarme el cuerpo del argentino, que descansa plácidamente para la eternidad en el Cimetière des Rois, en Ginebra.) Y si tuviera que elegir, además, un libro de entre toda su magna obra, ese sería el cuento La biblioteca de Babel.

Hace ya años, muchos años, que leí por primera vez La biblioteca de Babel. Al principio reaccioné como creo que muchos lo hacen al enfrentarse en una primera ocasión al genio argentino: con impacto, incredulidad y hasta extrañeza. Y es que la literatura borgeana no es fácil de digerir al principio. Sin embargo, conforme fui acometiendo distintas relecturas (recuerden: releer no es de hecho volver a leer lo mismo, sino más bien leer cosas nuevas que antes no se habían descubierto), fui apercibiéndome de nuevos elementos que antes habían estado ausentes en mi cabeza. Hoy es uno de esos días en que, casi por casualidad, he engullido con toda la atención que siempre requiere un autor grande, y, cuál ha sido mi sorpresa, que he reparado en algo que para muchos será obvio tiempo ha, pero que para mí ha devenido un auténtico descubrimiento: la exégesis plausible según la cual Borges reivindica en La biblioteca de Babel la vida frente a lo libresco. Ojo, no la vida frente a los libros, que sería una cosa muy distinta, sino las energías vitales del Universo —sí, con mayúsculas— frente al dogma, frente a la letra muerte, frente a lo esclerotizado y convertido en piedra sagrada por los sacerdotes y apóstoles de lo viejo. ¿Se puede acaso interpretar otra cosa en el maravilloso cierre de La biblioteca de Babel?:

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana – la única – está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

Dejo que Uds. decidan si están de acuerdo conmigo o no. Sea como fuere, ¡cualquier excusa es buena para leer y releer a Borges (que formó parte del trío de genios argentinos, junto con Pizarnik y Cortázar)! Un escritor que, en mi humilde opinión, figura entre el elenco de creadores que ha revolucionado el arte de pensar y narrar mundos ficticios pero indisolublemente asociados con la vida real. Un escritor que, además, sabía elegir la palabra precisa para cada contexto. Y eso no todo el mundo ha sido capaz de hacerlo como él. Y hoy, ¿seguimos anclados a la (falsa) certidumbre de que está todo escrito?