La otra poesía del Siglo de Oro español

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Primero, el marco histórico (muy brevemente), imprescindible para comprender a un autor o a un grupo de escritores de una determinada época y de un género literario específico: siglo XVII, economía desgarrada y en coma, moneda e inflación descontroladas, fortalecimiento de la propiedad territorial, miseria generalizada de un sector importante de las clases explotadas, inseguridad e incertidumbre vitales crecientes… Todos estos ingredientes forman un cóctel que condicionan al ser humano del Barroco, y especialmente a los escritores que englobamos dentro del Siglo de Oro español.

Es decir, nos encontramos frente una formación socioeconómica, la española, que en pleno siglo XVII afronta una profunda crisis en todos los ámbitos. Ante esta crisis, y como consecuencia de ella, emerge una nueva concepción del mundo y de la literatura, concepción que interpreta el mundo como un teatro en constante conflicto, repleto de contradicciones, envuelto en un sinfín de choques, en medio de un desconcierto generalizado. Todo ello provoca un incremento espectacular de la figura de la antítesis en la literatura. Al menos, todas estas expresiones reflejan claramente que se ha abandonado una visión inmutable de la vida, lo cual repercutirá, sin duda alguna, en la desatada y dinámica creatividad del Barroco español.

Como tendremos ocasión de ver seguidamente en los poemas de cinco poetas —relativamente— poco conocidos que compartiré hoy con mis lectores, la literatura barroca, y más en concreto la poesía, se construye sobre las ruinas. Unas ruinas creadas por ese ente poderoso e ineluctable que es el paso del tiempo, que no perdona a nadie (ni siquiera a los poderosos pertenecientes a las clases dominantes). Lo caduco y lo envejecido también tendrán un lugar muy especial en la poesía de la Edad de Oro española. Asimismo, lo fugaz, lo fugitivo y lo melancólico marcarán un sello indeleble entre los creadores barrocos. Al final, todo estará mediado por el pesimismo y el desengaño ante una realidad inasible y vivida como insoportable. Y todos estos elementos se entrecruzarán con la tendencia a la soledad, que termina por empaparlo todo (no solo en la literatura).

Paradójicamente (o no), la tendencia a recrearse en la decadencia humana impone de alguna forma una contratendencia: la fascinación rayana en lo obsesivo por los sentidos, por la sensualidad de las cosas, por los detalles más insignificantes de los objetos. Esto se reflejará de manera muy clara en la estética barroca, que primará la exaltación del artificio por encima de la idealización renacentista de la naturaleza. Por eso cautivaránn tanto los laberintos a los creadores barrocos.

Para la mayoría de los escritores y poetas del Siglo de Oro español, uno de los propósitos estéticos más importantes pasa por sorprender al lector con el artificio más rebuscado, con la metáfora más atrevida, con la exageración más delirante. En síntesis, la agudeza del concepto y de la idea pasa a ser lo fundamental. Golpear con el dardo de palabra —golpear por golpear, golpear por mostrar el desengaño ante una existencia alienante— se convierte en la función primordial del oficio del literato en el Barroco español.

1. Pedro Liñán de Riaza (1557?-1607)

Gran amigo del ínclito Lope de Vega y secretario del duque de Ahumada, escribió poemas de un hondo calado barroco. Uno de los mejores, bajo mi punto de vista, es «La condición humana», en el que Liñán recuerda a los mortales, tristes y alegres, que al final les llegará a todos la mortaja; a los primeros como algo deseado; a los segundos como algo temido.

LA CONDICIÓN HUMANA

Si el que es más desdichado alcanza muerte,

ninguno es con extremo desdichado;

que el tiempo libre le pondrá en estado

que no espere ni tema injusta suerte.

Todos viven penando si se advierte:

éste por no perder lo que ha ganado,

aquél porque jamás se vio premiado.

¡Condición de la vida injusta y fuerte!

Tal suerte aumenta el bien, y tal le ataja;

a tal despojan porque tal posea;

sucede a gran pesar grande alegría,

mas, ¡ay!, que al fin les viene en la mortaja,

al que era triste lo que más desea,

al que es alegre lo que más temía.

2. Antonio de Maluenda (1554-1615)

Monje de origen burgalés y considerado como el «Fénix español y Virgilio castellano» por Villamediana. Compuso un poema, «Los trabajos de la vida», de un gran interés no solamente estético, sino social e histórico, puesto que enaltece el valor del trabajo, algo tan despreciado por nobles y sus acólitos en esa época histórica.

LOS TRABAJOS DE LA VIDA

¡Trabajos, peso dulce, don precioso,

al que con humildad os sufre y lleva;

toque de la virtud; ilustre prueba

del corazón constante y generoso!

¡Saludable licor, néctar sabroso

que las fuerzas del ánimo renueva;

breve y seguro atajo; senda nueva

para llegar al reino del reposo!

¡Dichoso el que os abraza y se sustenta

del fruto del honor y de la gloria

que entre vuestras espinas nace y crece!

Mas ¡ay de aquel que, en ocio y vida exenta,

dejando al mundo infame su memoria,

sin beber de este cáliz envejece!

3. Alonso de Ledesma (1562-1633)

Uno de los creadores del conceptismo español más desconocidos por la crítica y el público en general. Sus poesías destacaron por el permanente juego ingenioso con el concepto. En mi opinión, nos encontramos ante uno de los precursores españoles del teatro del absurdo, tal como se comprueba en su villancico «Al niño perdido».

AL NIÑO PERDIDO

En metáfora de un refrán

VILLANCICO

El perdido, que es perdido

por buscar a quien se pierde,

que se pierda, ¿qué se pierde?

Que se pierde que os perdáis,

Niño, cuando vos queréis,

pues por ganarme os perdéis

y tan cierto me ganáis.

Si el tiempo tan bien gastáis

en buscar a quien se pierde,

que se pierda, ¿qué se pierde?

¿Qué se pierde (bien mirado),

si a recoger ha venido

el más ganado perdido

al más perdido ganado?

Quien tan bien anda ocupado

en buscar a quien se pierde,

que se pierda, ¿qué se pierde?

4. Luisa de Carvajal (1566-1614)

Cortesana devota y natural de la localidad extremeña de Jaraicejo, esta escritora fue varias veces encarcelada en Londres. Destaco el siguiente poema, sin título conocido y muy representativo del espíritu barroco español.

En el siniestro brazo recostada

de su amado pastor, Silvia dormía,

y con la diestra mano la tenía

con un estrecho abrazo a sí allegada.

Y de aquel dulce sueño recordada,

le dijo: «El corazón del alma mía

vela, y yo duermo. ¡Ay! Suma alegría,

cuál me tiene tu amor tan traspasada.

«Ninfas del paraíso soberanas,

sabed que estoy enferma y muy herida

de unos abrasadísimos amores.

«Cercadme de odoríferas manzanas,

pues me veis, como fénix, encendida,

y cercadme también de amenas flores.»

5. Joaquín Setantí (1540-1617)

Catalán, este poeta barroco destacó, entre otras cosas, por los Frutos de la historia, libro en que seleccionó las célebres máximas de ínclitos personajes de la Grecia clásica como Herodoto, Tucídides o Jenofonte.

No juzgues a los hombres por el talle;

por las palabras los descubre y mira.

Si quieres defenderte de enemigos,

pon en orden más obras que palabras.

Como telas de araña son las leyes,

que prenden a la mosca, y no al milano.

Las causas de morir son diferentes,

y de ellas saca el seso el sentimiento.

Mal se ordena ciudad desordenada

con los que fueron causa del desorden.

Deben de obrar los regidores justos

con las manos del pueblo obediente.

Si lo pasado y lo presente apuras,

serás por conjeturas adivino.

Jamás se pagan los servicios hechos

al justo precio ni al debido tiempo.


Para más información sobre la poesía del Siglo de Oro español, vid. Blecua, J. M. (1984). Poesía de la Edad de Oro. Madrid: Castalia.

Francisco de Quevedo y la búsqueda de una nueva picaresca

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Historia dela vida del Buscón, llamado don Pablos, exemplo de Vagamundos, y espejo de tacaños (en adelante, El Buscón) es la única novela escrita por Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, una de las grandes plumas de la historia de la literatura española en lengua castellana.

Esta novela fue publicada en multitud de ediciones piratas en vida del propio Quevedo. No obstante, el escritor madrileño jamás reconoció la autoría de su novela ni autorizó su publicación. Según el crítico Domingo Ynduráin, la novela se escribió después de 1603 y antes de 1626, esto es, en una época en que el imperio español (la «monarquía universal española», como era denominada en ese periodo histórico), que se había fraguado con una debilidad interna y una dependencia de capitales foráneos muy notables, comenzaba lenta pero inexorablemente a derrumbarse con la derrota de la Armada Invencible y las constantes y crecientes revueltas anticoloniales en los Países Bajos.

Ha sido mucha la tinta vertida en torno a El Buscón por multitud de críticos, entre los que destacan Leo Spitzer, Fernando Lázaro Carreter, Francisco Rico, Antonio Rey Hazas o Domingo Ynduráin. Por tanto, no es en modo alguno mi intención decir nada que no esté ya dicho por los grandes estudiosos de esta obra. El único propósito de este artículo es escribir a vuela pluma algunas impresiones sobre esta obra cumbre de la literatura española del Siglo de Oro.

La historia de don Pablos, protagonista del Buscón, una novela en clave autobiográfica, es la historia de un pícaro que rompe con algunos de los cánones más importantes del género picaresco. Y es que, a diferencia del Lazarillo o el Guzmán de Alfarache, en el Buscón no hay intención moralizante alguna. Efectivamente, poco le importa a Quevedo proponer, al modo picaresco clásico, alguna alternativa ética. Al contrario, en la novela del escritor madrileño lo determinante es la sátira, la ridiculización y la burla de un personaje cínico, de un buscavidas pendenciero e inestable que se ve envuelto en todo tipo de argucias, embustes y chanchullos pero que, al mismo tiempo, no cesa de tener fe en poder abandonar su vida de deshonra, miserias morales y estrecheces de todo tipo.

El hecho de que Quevedo rompiera algunos de los preceptos narrativos esenciales de la novela picaresca es lo que ha llevado a algunos críticos literarios a sostener que el Buscón no es en absoluto una novela picaresca. Sea como fuere, lo que interesa resaltar ahora es que nos encontramos ante una obra con mayúsculas de la literatura española en castellano, una novela en la que Quevedo demuestra una vez más su particular pirotecnia verbal, su maestría conceptista para construir una historia repleta de metáforas, dilogías e hipérboles. Juegos verbales, chistes, retorcimientos léxicos, ironía y sátira por doquier para demostrar un ingenio con las palabras que pocos autores han alcanzado en la historia de nuestra literatura.

Al final, la gran pluma del español fustigó a toda una época, pero no con el objetivo de hacerla progresar —cosa que no era el objetivo siquiera remoto de Quevedo—, sino para exaltar lo caduco, lo que hacía que ese imperio español donde «no se ponía el sol» se fuera resquebrajando progresivamente, lo aristocrático, lo nobiliario, lo caballeresco; en definitiva, todo aquello que para Francisco de Quevedo, un personaje destacado de la clase dominante de la época, era excelso y honroso. Es decir, todo lo contrario del submundo que de forma tan cómica, grotesca y genial aparece reflejado en esa gran novela que es el Buscón.