Quevedo y Góngora se baten en duelo

1Hubo una época en que los literatos e intelectuales españoles se descuartizaban mutuamente a base de inmisericordes dardos ponzoñosos en forma de palabras. Hubo una época en que las críticas entre creadores eran despiadadas y draconianas, pero sinceras y llenas de contenido. Hubo una época en que el madrileño Quevedo y el cordobés Góngora demostraron que cargar las tintas puede ser un arma más mortífera contra el adversario que cargar el revólver.

Siguiendo el dicho popular según el cual «Los que se pelean se desean», soy de la opinión de que tanto Góngora como Quevedo, detrás de sus invectivas y burlas mutuas, sentían un profundo respeto el uno por el otro. Que se me entienda: cuando hablo de respeto no me refiero al decoro o a las «buenas formas entre caballeros», sino a la consideración mutua, a la constatación de que se está frente a un enemigo que merece la pena ser denostado con profundidad, denuedo, brío y seriedad (con ese irónico y recurrente «don», tratamiento de respeto y cortesía tradicionalmente reservado a determinadas personas de alta alcurnia). Y considero que esto lo demuestran los siguientes pasajes de los dos prolíficos, clarividentes y perspicaces autores que voy a compartir con todos ustedes.

Confío en que disfruten tanto como yo del arte literario para la crítica, en mi modesta opinión, más mordaz, incisiva y virulenta de la historia moderna de la literatura española en lengua castellana. Pasen y vean.

Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos

Contra Don Luis de Góngora
Este cíclope, no siciliano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisferio
zona divide en término italiano;
este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;
el minoculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;
éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.

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A una nariz Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.

Era un reloj de sol mal encarado,

érase una alquitara pensativa,

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.

Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto,

las doce Tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,

muchísimo nariz,nariz tan fiera

que en la cara de Anás fuera delito.

Luis de Góngora y Argote

A don Francisco de Quevedo (atribuido)
Cierto poeta, en forma peregrina
cuanto devota, se metió a romero,
con quien pudiera bien todo barbero
lavar la más llagada disciplina.
Era su benditísima esclavina,

en cuanto suya, de un hermoso cuero,

su báculo timón del más zorrero bajel,

que desde el Faro de Cecina

a Brindis, sin hacer agua, navega.

Este sin landre claudicante Roque,

de una venera justamente vano,

que en oro engasta, santa insignia,

aloque, a San Trago camina, donde llega:

que tanto anda el cojo como el sano.

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Anacreonte español, no hay quien os tope,

Que no diga con mucha cortesía,

Que ya que vuestros pies son de elegía,

Que vuestras suavidades son de arrope.

¿No imitaréis al terenciano Lope,

Que al de Belerofonte cada día

Sobre zuecos de cómica poesía

Se calza espuelas, y le da un galope?

Con cuidado especial vuestros antojos

Dicen que quieren traducir al griego,

No habiéndolo mirado vuestros ojos.

Prestádselos un rato a mi ojo ciego,

Porque a luz saque ciertos versos flojos,

Y entenderéis cualquier gregüesco luego.

Francisco de Quevedo y la búsqueda de una nueva picaresca

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Historia dela vida del Buscón, llamado don Pablos, exemplo de Vagamundos, y espejo de tacaños (en adelante, El Buscón) es la única novela escrita por Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, una de las grandes plumas de la historia de la literatura española en lengua castellana.

Esta novela fue publicada en multitud de ediciones piratas en vida del propio Quevedo. No obstante, el escritor madrileño jamás reconoció la autoría de su novela ni autorizó su publicación. Según el crítico Domingo Ynduráin, la novela se escribió después de 1603 y antes de 1626, esto es, en una época en que el imperio español (la «monarquía universal española», como era denominada en ese periodo histórico), que se había fraguado con una debilidad interna y una dependencia de capitales foráneos muy notables, comenzaba lenta pero inexorablemente a derrumbarse con la derrota de la Armada Invencible y las constantes y crecientes revueltas anticoloniales en los Países Bajos.

Ha sido mucha la tinta vertida en torno a El Buscón por multitud de críticos, entre los que destacan Leo Spitzer, Fernando Lázaro Carreter, Francisco Rico, Antonio Rey Hazas o Domingo Ynduráin. Por tanto, no es en modo alguno mi intención decir nada que no esté ya dicho por los grandes estudiosos de esta obra. El único propósito de este artículo es escribir a vuela pluma algunas impresiones sobre esta obra cumbre de la literatura española del Siglo de Oro.

La historia de don Pablos, protagonista del Buscón, una novela en clave autobiográfica, es la historia de un pícaro que rompe con algunos de los cánones más importantes del género picaresco. Y es que, a diferencia del Lazarillo o el Guzmán de Alfarache, en el Buscón no hay intención moralizante alguna. Efectivamente, poco le importa a Quevedo proponer, al modo picaresco clásico, alguna alternativa ética. Al contrario, en la novela del escritor madrileño lo determinante es la sátira, la ridiculización y la burla de un personaje cínico, de un buscavidas pendenciero e inestable que se ve envuelto en todo tipo de argucias, embustes y chanchullos pero que, al mismo tiempo, no cesa de tener fe en poder abandonar su vida de deshonra, miserias morales y estrecheces de todo tipo.

El hecho de que Quevedo rompiera algunos de los preceptos narrativos esenciales de la novela picaresca es lo que ha llevado a algunos críticos literarios a sostener que el Buscón no es en absoluto una novela picaresca. Sea como fuere, lo que interesa resaltar ahora es que nos encontramos ante una obra con mayúsculas de la literatura española en castellano, una novela en la que Quevedo demuestra una vez más su particular pirotecnia verbal, su maestría conceptista para construir una historia repleta de metáforas, dilogías e hipérboles. Juegos verbales, chistes, retorcimientos léxicos, ironía y sátira por doquier para demostrar un ingenio con las palabras que pocos autores han alcanzado en la historia de nuestra literatura.

Al final, la gran pluma del español fustigó a toda una época, pero no con el objetivo de hacerla progresar —cosa que no era el objetivo siquiera remoto de Quevedo—, sino para exaltar lo caduco, lo que hacía que ese imperio español donde «no se ponía el sol» se fuera resquebrajando progresivamente, lo aristocrático, lo nobiliario, lo caballeresco; en definitiva, todo aquello que para Francisco de Quevedo, un personaje destacado de la clase dominante de la época, era excelso y honroso. Es decir, todo lo contrario del submundo que de forma tan cómica, grotesca y genial aparece reflejado en esa gran novela que es el Buscón.