Los grandes mitos acerca de las lenguas

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Probablemente uno de los campos de la cultura en particular y de la sociedad vigente en general donde más abundan y proliferan los mitos y mixtificaciones es el de las lenguas. Efectivamente, las lenguas y su estudio constituyen uno de esos ámbitos en los que parece que cualquiera puede sentar cátedra sin conocer siquiera los fundamentos más básicos de la lingüística: se puede decir que tal lengua es más o menos «útil» sin ruborizarse lo más mínimo; se puede afirmar que una lengua es «superior» a otra sin (casi) despeinarse... Y la cosa empeora si se tiene en cuenta que son precisamente numerosas eminencias de la lingüística y la filología, auténticos prebostes de la cultura contemporánea, quienes son en muchas ocasiones los artífices de propagar —cuando no de generar— todas las falsificaciones anticientíficas en relación con las lenguas del mundo.

No es mi intención en esta entrada sistematizar o profundizar en el estudio de los grandes mitos acerca de las lenguas, puesto que esta es una tarea que se extralimita de este blog. En realidad, me atrevería a decir que el análisis, la denuncia y la superación de las mitificaciones (y mixtificaciones) lingüísticas ha de ser por definición una obra colectiva. Y no solo de las personas que estudian la lingüística, sino del conjunto de la comunidad de hablantes.

Este escrito tiene una pretensión mucho más humilde: tan solo se trata de dar a conocer de forma sintetizada los mitos más destacados en torno a las lenguas, que constituyen en mi opinión la más compleja de las construcciones socioculturales de las sociedades humanas desde que estas comenzaron a crear los grandes sistemas de comunicación que hoy conocemos como lenguas, idiomas o sistemas lingüísticos.

Si bien todos estos mitos tienen aspectos particulares, específicos, lo que subyace a todos ellos es una concepción dogmática y anticientífica del lenguaje humano, de las lenguas; una concepción que, además de no tener en cuenta la naturaleza cambiante de los 3000-5000 idiomas que hablamos los humanos en todo el mundo, utiliza estos maravillosos artefactos de ideas y de prácticas sociales que son las lenguas cual arma arrojadiza para enfrentar a unos pueblos y otros. En definitiva, es una visión que entiende lo lingüístico como algo fosilizado, convertido en fetiche y cuya «pureza» solo puede ser garantizada por unas supuestas autoridades lingüísticas, autoerigidas en la auténtica salvaguarda de nuestras lenguas. 

Primer mito.

Cada vez se habla peor, cada día que pasa usamos un caudal léxico menor

Este es un mito que prácticamente se remonta a los primeros años de uso de cualquier lengua. Ni a nivel mediático se habla o se escribe hoy menos o «peor» que antes, ni los peques hablan hoy peor en los patios de los colegios que los del Siglo de Oro español. No hay ningún elemento que pueda llevar a pensar que el caudal léxico de las lenguas disminuye progresivamente. De hecho, más bien sucede una tendencia contraria: conforme se expande el mundo explorado, descubierto, pensado y practicado por las sociedades humanas, más se amplía el vocabulario. Aunque, al final, unas palabras terminan sucumbiendo ante otras nuevas. Es el proceso de producción y reproducción normal de las lenguas. Se puede decir que, a largo plazo, hay una cierta nivelación entre el léxico que se crea o que se importa de otra lengua y el léxico que poco a poco va feneciendo.

Harina de otro costal es el tipo de ideas dominantes que hoy se expresan desde diferentes atalayas. Pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que nuestros idiomas sean hoy más pobres desde el punto de vista léxico que hace cincuenta, cien o doscientos años. Y nadie lo ha demostrado hasta ahora, porque no se puede demostrar cierto lo que de partida está falseado.

Segundo mito.

La juventud habla francamente mal. Por su culpa nuestra lengua se está degradando

La juventud no habla ni mal ni bien. La juventud habla, simplemente, y lo hace de muchas maneras. O tal vez es más preciso hablar de las juventudes, porque hay muchas clases de jóvenes (como hay muchos tipos de adultos): hay jóvenes en paro y jóvenes con trabajo, hay jóvenes hipsters y jóvenes góticos, hay jóvenes universitarios y jóvenes con formación profesional, hay jóvenes que leen decenas de libros al año y jóvenes que leen básicamente el MARCA. Curiosamente, este prejuicio nunca se da a la inversa: es decir, de jóvenes a adultos o ancianos. Es una clara muestra del rechazo y de la incomprensión de ciertos grupos sociales por aceptar que la juventud de hoy no habla como hablaba la juventud de nuestros abuelos, como tampoco nuestros abuelos cuando eran jóvenes hablaban igual que sus abuelos…

Lo único que degrada a los sistemas lingüísticos que hoy empleamos es utilizarlos para denigrar a otros, para fortalecer relaciones de opresión de unos sobre otros, para difamar. Eso sí que degrada el lenguaje. La «juventud» no degrada ninguna lengua, únicamente la emplea como puede y sabe, y además de modos muy diversos según el tipo de juventud.

Tercer mito.

Hay grupos de hablantes, normalmente pertenecientes a las clases populares, que hablan de forma incorrecta

Este mito es primo hermano del anterior mito o prejuicio, solo que este tiene un ropaje más directamente clasista. Es la expresión del atávico desprecio de las clases dirigentes hacia las clases sojuzgadas. Todo uso que se desvíe de la norma impuesta por los hablantes «cultos» es automáticamente tachado de incorrecto, inapropiado, vulgar, etc. ¿Sabrán algunos de estos cultísimos y refinadísimos hablantes que, gracias a las «incorrecciones», «impurezas» y «errores» de los hablantes del latín vulgar, tenemos lenguas como el catalán, el italiano, el castellano, el gallego…?

Los únicos usos inapropiados desde el punto de vista estrictamente lingüístico o discursivo son aquellos que no transmiten información, sino ruido; aquellos que resultan ininteligibles. Es una incorrección decir *Se prescriptivista lingüístico alma pies los cuando cae me leo el, pero no lo es en modo alguno decir Me se cae el alma a los pies cuando leo a un prescriptivista lingüístico. Solamente existe una anteposición de un pronombre sobre otro: se trata de un uso más; tal vez minoritario, sí, pero de un uso al fin y al cabo.

Además, no solamente es innegable que los hablantes de las clases populares no pervierten en absoluto los idiomas, sino que de hecho son los que, básicamente, permiten que estos sean productos vivos, dinámicos; que haya cada día nuevas palabras y construcciones sintácticas, que las lenguas sean en definitiva tal y como son (y no tal como algunos prefiguran que deberían ser).

Cuarto mito.

Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación están empobreciendo cada vez más las lenguas

Los canales de comunicación tienen limitaciones, sí, pero también abren nuevas vías para la comunicación entre seres humanos. Ni WhatsApp, ni Twitter, ni YouTube ni muchas otras redes sociales o herramientas virtuales empobrecen los sistemas lingüísticos. Únicamente generan nuevos códigos, signos, construcciones, etc. Este mito parte, además, de otro mito ya ampliamente refutado: las lenguas son cada vez más pobres desde el punto de vista lexicosemántico, sintáctico, etc.

Seguro que algún pulcro y excelso hablante de chino mandarín perteneciente a la élite social y cultural del siglo XI d. C. se horrorizó también al comprobar cómo iba a deteriorarse su lengua tras el invento de la imprenta de tipos móviles. Diez siglos después, seguro que algunos de sus tataranietos se siguen llevando hoy las manos a la cabeza por lo mal que escribimos por culpa de las TIC y las redes sociales. Por suerte, la mayoría de los hablantes no hace mucho caso a estas doctas recomendaciones y prefiere seguir usando su lengua en todos aquellos canales que permiten al ser humano comunicarse.

Quinto mito.

Lo que habla la comunidad lingüística de la que formo parte es una lengua; lo que hablan los hablantes de otras comunidades lingüísticas son dialectos

Esta es la variante supremacista lingüística de la aseveración misógina según la cual «todas son putas menos mi hermana o mi madre». Lo que llamamos dialectos —o, más correctamente, variantes lingüísticas— no son sino las diversas manifestaciones generales o colectivas en que se subdivide toda lengua. Pero no existe una lengua en abstracto que hablen ciertos hablantes, y después algunas variantes que hablen el resto de los hablantes. Todos los hablantes utilizan una determinada variante. Tanto es así, que la variante considerada estándar de cualquier lengua no es sino una variante más, que, si se ha convertido en estándar, lo ha hecho solo y exclusivamente por razones de índole económica, política, etc. Y, por supuesto, las lenguas minoritarias que apenas conocemos —porque no tenemos interés en conocerlas, porque no queremos que se sigan hablando— no dejan de ser lenguas y pasan a convertirse en dialectos por el hecho de no conocerlas o de estar relegadas a un segundo plano. Sí, efectivamente, el aragonés y el asturiano no son dialectos, sino lenguas.

Sexto mito.

En el Estado español, los dialectos del castellano hablados son el leonés, el aragonés, el andaluz, las hablas de tránsito (el murciano, el extremeño, el riojano y el canario) y el judeoespañol o sefardí. En Valladolid, Ciudad Real, Madrid, Salamanca o Segovia no hay dialectos

Este prejuicio lingüístico parte de la premisa falsa según la cual hay una lengua estándar y culta que, como la gravedad en la teoría general de la relatividad, curva el espacio-tiempo de los «dialectos». Digamos que para esta teoría hay una «lengua estándar» que flota en el vacío, y luego ya están los «dialectos». Nada más lejos de la realidad, puesto que, como dijimos más arriba, todo lo que habla un grupo de hablantes determinado forma parte de una variante concreta.

Para la filología tradicional española, los dialectos siempre son los de los demás. Los que hablan «distinto», los que se alejan de la norma «estándar». Difícilmente encontrarán en algún manual clásico de filología española alguna mención al «dialecto» madrileño, conquense, vallisoletano, toledano o salmantino. Pareciera como si en estos lugares no se hablara ninguna variante de castellano, sino el castellano. Nada más lejos de la verdad: en Toledo, Madrid o Salamanca también tienen sus dialectos, sus variantes lingüísticas, porque también tienen su forma particular de pronunciar los sonidos del castellano, porque también tienen sus propias construcciones sintácticas, porque también tienen su léxico específico…

Séptimo mito.

Hay lenguas superiores y lenguas inferiores

Este es uno de los grandes mitos acerca de las lenguas. Afortunadamente, cada día es más cuestionado por la comunidad de lingüistas. Pero aún sigue calando entre muchos sectores de la sociedad, sobre todo en territorios donde hay conflictos o roces por motivos nacionales o en países que son potencias en lo económico, militar, ideológico, cultural, etc.

Esta es una de esas falacias que deberían caen por su propio peso, y que solo tienen justificación si se considera que unos pueblos tienen derecho a estar por encima de otros. La realidad es que no existen lenguas mejores ni peores que otras, solo diferentes. Cada una de las lenguas destaca en un aspecto o varios, pero no se puede decir que haya una lengua, en general, de manera abstracta, superior a otra. Es probable que pocas lenguas como el alemán tengan la posibilidad de expresar con una sola palabra que algo puede o debe ser abolido, conservado y superado a la vez. Pero también sucede que muy pocas lenguas tienen la capacidad de expresar el concepto de nieve en diez, quince o veinte vocablos distintos como el inuit groenlandés o canadiense. En muchos aspectos, el desarrollo de una lengua depende del desarrollo de la sociedad de hablantes en que se inserta dicha lengua. Sin embargo, no hay ningún criterio lingüístico que permita colocar a una lengua por encima o por debajo de otra.

Octavo mito.

Hay lenguas más útiles que otras

Claro, si se sostiene que hay lenguas superiores y lenguas inferiores, ¿cómo no se va a afirmar que unas lenguas son más útiles que otras? Este mito es una derivada del anterior, lo que ocurre es que en este caso se trata de una derivación light de la creencia mendaz de que unas lenguas están por encima de otras. Digamos que el octavo mito tiene como base el séptimo mito, pero disimulado (que no se note mucho ese supremacismo lingüístico-cultural, ese chovinismo).

¿Hay lenguas más útiles que otras? No de forma abstracta o general. Las lenguas son más o menos útiles en relación con múltiples factores, por lo que es absurdo y ajeno a la ciencia lingüística determinar, en términos absolutos, que una lengua es más o menos útil para un hablante individual o para una cierta comunidad de hablantes. Casualmente (es una forma de hablar; en esta vida nada es casual, sino causal), este tipo de argumentario capcioso es esgrimido por no pocos castellanoparlantes de España que consideran poco «útil» hablar o comprender lenguas como el catalán, el gallego o el euskera. Curiosa forma de demostrar justo lo contrario de lo que se pretendía demostrar: si empleamos la misma lógica tramposa del utilitarismo lingüístico en términos absolutos, ¡claro que es más útil en el Estado español conocer el vasco, el catalán o el asturiano que el italiano, el francés o el camboyano!

Pero no caeremos nosotros en esa trampa: todas las lenguas son útiles, y las que son menos útiles para unos son más útiles para otros. Y, a propósito de esto, el aprendizaje de cualquier lengua, independientemente de que sea hablada por mil hablantes o por mil millones de hablantes, es siempre algo positivo y beneficioso para cualquiera. Cosa que muchas veces se olvida.

Noveno mito.

Hay lenguas fáciles y lenguas difíciles de aprender

Esta es una verdad a medias que, como toda verdad a medias, es en el fondo una mentira por el hecho de estudiar los fenómenos de manera unilateral y reduccionista. En términos absolutos, ¿hay realmente lenguas más fáciles de aprender que otras? No. Los idiomas son más fáciles (o más difíciles) solamente en relación con varios factores, que a veces se entrecruzan.

Por ejemplo, la proximidad entre una lengua (L1) y otra (L2) facilita el aprendizaje mutuo, aunque también es cierto que este mismo hecho comporta que pueda haber más errores o confusiones (interferencias) entre la L1 y la L2. Por regla general, ¿será más fácil para un catalanoparlante hablar francés que para un malayoparlante? Evidentemente. Aun así, si ese hablante de catalán tiene familia en Malasia y está habituado al menos a oír el malayo, la cosa podrá cambiar considerablemente.

Otro factor que influye en la mayor facilidad o dificultad para el aprendizaje de una lengua concreta es el tipo de formación sociocultural en que se inserta el hablante. Me explico. Si un hablante forma parte de un territorio históricamente bilingüe o plurilingüe, lo más normal es que ese hablante tenga más facilidades para aprender otras lenguas, sobre todo si son vecinas. Esto tiene mucho que ver con un mito muy parecido a este: el mito según el cual hay pueblos que de forma innata son más dados a aprender idiomas que otros. Falso. Si hay pueblos que tienen aparentemente más facilidades que otros a la hora de dominar otros sistemas lingüísticos ajenos al materno, ello se debe a razones históricas (políticas, económicas, sociales, etc.), y no a supuestos caracteres consustanciales a ciertas comunidades nacionales.

¿Significa todo esto, entonces, que la lingüística descriptiva no puede ni debe comparar idiomas? Por supuesto que no. El método analítico de la comparación, de la analogía, es básico para la lingüística; no en vano se habla de lingüística comparada. De hecho, la comparación es fundamental para cualquier ciencia: piénsese en la anatomía, en la botánica, etc., etc. Pero se compara solamente para estudiar las diferencias y similitudes entre unas lenguas y otras, para analizar sus vínculos… nunca para dictaminar cuál es mejor o peor, cuál es más fácil o difícil. La igualdad de las lenguas no radica en que estas sean formalmente iguales, idénticas (no existe una sola cosa en este mundo que sea totalmente idéntica a la otra), sino en que son construcciones socioculturales igualmente legítimas, dignas y necesarias para expresar lo que cada pueblo expresa con ellas.

Décimo mito.

Si no fuera por los lingüistas defensores de lo estándar, de lo «correcto», nuestras lenguas se degradarían irremisiblemente

Este último mito también caería fácilmente por su propio peso de no ser por la influencia que el prescriptivismo lingüístico aún ejerce dentro del mundo de la lingüística. No hay nada de cierto en este mito. Es más, la tarea del prescriptivismo lingüístico, que básicamente consiste en censurar determinados usos lingüísticos por supuestas razones «gramaticales», es totalmente estéril por definición, ya que jamás va a lograr que el conjunto de los hablantes modifique sus hábitos lingüísticos diversos, que en absoluto son censurables desde un prisma lingüístico si cumplen su función comunicativa correspondiente.

La verdadera labor del lingüista no pasa por censurar a un hablante por que en lugar de decir si lloviera diga si llovería. No, ahí lo único que debe hacer el lingüista es describir ese uso desde el punto de vista lingüístico y sociolingüístico, explicar su origen, etc.

La ciencia lingüística ya ha demostrado con creces que, si hay algo que degrade a las lenguas, no es precisamente la diversidad de usos lingüístico-discursivos. Las lenguas, desde un punto de vista estrictamente lingüístico, no son degradadas en absoluto por palabras o construcciones sintácticas consideradas «incorrectas» de ciertos grupos de hablantes. Por eso, la única salvaguardia real de las lenguas comienza con el estudio, sin apriorismos ni dogmas, de la forma en que operan los sistemas lingüísticos, del modo en el que evolucionan su léxico y su morfosintaxis… Nos hace mucha falta aprender a describir más y mejor nuestras lenguas. No nos hace ninguna falta prescribir por razones lingüísticas.